Imaginar el cuerpo que habitaba “El Quijote” resulta tan difícil como cambiar nuestro semblante en el espejo. Gabo no quiso ver otros rostros que no fueran los imaginados por él en su trayecto fundacional, la creación de Macondo. Pero el tiempo lo cambia todo. Las nuevas generaciones de lectores viven más en sus cuartos, concentrados en los videojuegos y las plataformas digitales, que en las calles, bibliotecas, teatros o cines de barrio. A ellos va dedicado este ejercicio.
Todos conocemos las maravillas que desprende devorar las páginas de “Cien años de soledad”. Si alguna vez me sentí orgullosa de ser caribeña, de hablar con mis muertos y de convivir con todo lo que parecía abandonarme, fue el día que cerré esa poderosa novela para comenzar el peregrinar distendido por las calles de un Macondo propio.
Aunque la serie de Netflix cuida la escenografía, el vestuario, intenta reconstruir espacios y diálogos, se enfrasca en descubrir hermosos paisajes. Al traducir la trama, bajamos al entresuelo, la versión aterrizada de la anécdota, y no logra elevarse a la altura de la obra maestra. La serie muestra un pueblo latinoamericano que nos resulta familiar, con los conflictos endémicos y las soluciones previsibles. Descarna el duomo que vuelve gigante el universo macondiano. Disfraza a un muerto de zombi, lo pone a perseguir a sus protagonistas manchado de sangre, sin encontrar recursos narrativos a la altura del relato original. Cuando se dice la palabra “humo” aparece una vela con humo, y si se habla de un “pelotón de fusilamiento” enseguida aparecen los fusiles. La ilustración no era precisamente el camino para llegar a Macondo, con semejante mapa, perderse era lo más probable.
En cambio, la adaptación de la fascinante y compleja novela de Juan Rulfo, Pedro Páramo, producida por la misma plataforma, recorre el camino opuesto. El filme, de dos horas y tres minutos, retrata la gran cualidad de su obra, la representación abstracta de una vida trunca, que solo debe y puede retornar en sensaciones, ecos y encarnaciones. Recreando con naturalidad la aparición orgánica y lúdica de todos y cada uno de los presentimientos naturales que conducen a la elevación del espíritu. Conformando el árbol genealógico de una familia que abandonó su entidad, y si regresa es, únicamente, para recordarnos el camino que les faltó por transitar. En ese recorrido posvivencial transcurre el relato para el cine. Una filigrana bien estructurada, inteligente, aguda y grácil.
Cuando Juan Preciado viaja al pueblo natal de su padre, a quien nunca conoció, lo asaltan personajes, recuerdos y alucinaciones de un lugar que nunca encontrará sosiego. Ver “Pedro Páramo” fue detenerme ante un enorme cuadro de El Bosco o Caravaggio, sentirlo, tocarlo con mis dedos, desde la perspectiva oriunda de nuestro imaginario, así nos acercamos a la fotografía de una obra que nos lleva de lo endémico a lo universal. Los muertos son seres comunes y a la vez únicos, que entran y salen naturalmente a nuestras vidas, visitaciones, familias con las que logramos empatizar, lamentarnos, hacer el amor, convivir y perdonar, a pesar de los rencores y cuentas pendientes. Su director, Rodrigo Prieto, se interna en el complejo camino de Comala, un universo que antes no tenía rostro, ni cuerpo, y al hacerlo, se comporta como un lector que interpreta una partitura polifónica visual, que no define ni condena, nos deja ser, pensar, vibrar, liberando a sus personajes con lugares, rostros y morfologías caleidoscópicas.
El verdadero acierto y la complejidad de estos ejercicios que hoy salen a la luz gracias a herederos, agentes, productores y de la gran inversión en proyectos de esta envergadura impulsados por plataformas como Netflix, radica en conservar la altura y los hallazgos originales de una obra maestra. En no imponerse, desde una tesitura menor, sobre la gran voz del autor. Dejarlas brillar desde sus valores esenciales, para encontrar a nuevos lectores que redescubran un universo infinito convertido en canon.
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