El suicidio que no fue: la historia de cómo García Márquez escribió ‘Cien años de soledad’

De Cien años de soledad, considerada por muchos como la novela en español más grande desde Don Quijote de la Mancha, se han contado numerosas historias y anécdotas a veces dotadas de la magia que el libro inspira. La más famosa, quizá, es la epifanía de Gabriel García Márquez mientras conducía su auto Opel blanco —en camino a unas vacaciones familiares a Acapulco— para idear la primera frase de la obra, algo que terminó prematuramente el paseo y puso a andar la maquinaria maravillosa de la novela. Se trata de una versión algo exagerada que Gerald Martin, el biógrafo de Gabo, desmintió parcialmente en Gabriel García Márquez: una vida, aunque demuestra la magia que siempre rodeó la obra del Nobel colombiano.

En 1987, el escritor dijo que la novela nunca sería una película, sino quizá “un serial de televisión”. Y ahora Cien años de soledad llega a las pantallas de Netflix como una serie extensa que, según Rodrigo García Barcha, productor e hijo de García Márquez, cuenta con las condiciones de llevar al ámbito audiovisual el relato épico de Macondo. Lo cierto es que alrededor del libro más universal y conocido de Gabo hay una serie de anécdotas insólitas que solo le aportan mística a la historia. Y la primera de ellas es un suicidio que no fue.

“Escribir libros es un oficio suicida”, sentenció con franqueza lapidaria García Márquez en su primera columna después de terminar la redacción de Cien años de soledad. En “Desventuras de un escritor de libros”, el colombiano abordaba los vericuetos y desafíos de la labor, explicándoles a sus lectores lo mal remunerado y exigente que era el proceso de escritura de una novela, que puede llevar a que “tantos hombres y mujeres se hayan suicidado de hambre”. Gabo detallaba que se necesitaban “dos años y veintinueve mil doscientos cigarrillos” para escribir un libro de 200 páginas y que lo que un escritor gastaba en cigarrillos superaba por mucho lo que terminaría recibiendo de pago.

En su caso, no fue así, ni lo uno ni lo otro: la novela la escribió en menos tiempo —18 meses, dijo, aunque en realidad fuera una idea que llevaba toda su vida ideando— y gastó no solo en los cigarrillos que se fumó, sino que él y su esposa, Mercedes Barcha, tuvieron que vender el Opel, electrodomésticos y empeñar joyas para costear la empresa de redacción. García Márquez había renunciado a su trabajo en una agencia de publicidad en México para dedicarse de lleno a la novela. Trabajaba en su máquina de escribir Olivetti sin parar de 8 de la mañana hasta las 2:30 de la tarde, el tramo en que sus hijos estaban en el colegio, en un pequeño cubículo en su casa de Ciudad de México.

La trama de la novela, como explica Martin y deja entrever el mismo García Márquez en Vivir para contarla, está formada —con la magia de su narrativa— a partir de las vivencias del autor, las historias de su familia y ancestros, las fábulas que sus abuelos le contaron en su niñez y la inspiración de lo mejor de la literatura universal que Gabo leyó con ojos bien abiertos: hizo confluir en el texto los grandes mitos occidentales con el universo inventado que creó como espejo de su propio origen, Macondo, una epítome de todo el Caribe.

En el proceso de redacción, amigos cercanos leían o escuchaban en boca de Gabo los avances de la novela. La más famosa de ellos, quizá, fue María Luisa Elío, a quien el autor le dedicó el libro. “Me daba pedazos a leer (…) Y desde ese momento sí te vas dando cuenta de que eso es una maravilla. Él lo sabía”, le dijo Elío a Silvana Paternostro, quien recogió las voces de los testigos de la creación de Cien años de soledad en la biografía oral Soledad & Compañía.

Según le contó el escritor a la periodista y escritora mexicana Elena Poniatowska en una entrevista de 1973, para cuando terminó la novela, en 1966, debían varios meses de alquiler y el dueño de la casa había cedido varios veces a los plazos impuestos. Cuando concluyó la escritura, ahogado en deudas, García Márquez volvió a escribir guiones cinematográficos, uno de los oficios a los que se dedicaba para vivir en México.

Al final, fueron 1.300 páginas, 30.000 cigarrillos y debía 120.000 pesos mexicanos, dice Martin.

El aura que rodeó la novela desde que Gabo empezó a hablar de ella, con una seguridad desacostumbrada para su carácter tímido hasta entonces como escritor, era el augurio de que había una obra maestra y un éxito comercial en camino. García Márquez escribió Cien años de soledad en un “estado de gracia”, escribe Martin en la biografía.

En una carta de esa época a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza, Gabo cuenta que “Cien años de soledad fue la primera novela que traté de escribir, a los 17 años, y con el título de La Casa” y detalla que el primer párrafo “no tiene una coma más ni una coma menos que el primer párrafo escrito hace veinte años”.

Mucho menos conocida es la anécdota del final de la novela. Martin cuenta que Gabo concibió el cierre de la saga familiar de los Buendía cuando, tras una visita breve por Colombia en 1966 —volvió a su pueblo natal, Aracataca, por primera vez en una década—, regresó a México porque “la noche antes de irse de repente había visto el final de su novela con tanta claridad que podría habérselo dictado a una mecanógrafa palabra por palabra”.

El asunto, dice Martin, es que al terminar Cien años de soledad García Márquez era un hombre nuevo: “Escribe acerca de sus desventuras porque sus desventuras están a punto de acabarse”. Dice Gerald Martin que se trataba de una suerte de artilugio de Gabo cuando concluyó la obra: “Ha empezado a decir exactamente lo contrario de lo que piensa”. Sabía que tenía algo importante en su manuscrito, pero invocaba lo opuesto con la conciencia sibilina de la grandeza que le esperaba.

“La buena racha por la que pasaba García Márquez (…) ya no acabaría nunca”, dice el biógrafo.

Incluso antes de terminar la obra, el entusiasmo del mundo literario en México, Argentina y Colombia era ya desbordado. Uno de los principales promotores de la novela fue Carlos Fuentes, quien leyó los primeros capítulos, y en una entrevista de junio de 1966 en la revista La Cultura en México (“Siempre”) calificó a las páginas escritas por el colombiano como “magistrales”.

De hecho Fuentes fue el primero que comparó el libro con el Quijote, según contó el crítico literario uruguayo Emir Rodríguez Monegal en la revista Nuevo Mundo en 1967.

Y luego ocurrió la escena que ya se ha divulgado tantas veces desde que la contó Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba de 1982 citando una entrevista del traductor francés Claude Couffon de 1977: al enviar el manuscrito de 490 páginas a Sudamericana, García Márquez y Mercedes no tenían el dinero suficiente. El envío, por peso, costaba 82 pesos y solo tenían 50. Quitaron páginas hasta dar con el peso correspondiente a los 50 pesos, enviaron esa parte, volvieron a su casa y empeñaron más electrodomésticos y volvieron a la oficina de correos para enviar el resto.

Era apenas un sacrificio final de los muchos que enfrentó la familia para que el libro llegara a buen puerto. Se trataba del paso final para lo que García Márquez parecía saber desde ese momento, según su biógrafo: el comienzo de una vida, el fin de sus penurias y la consolidación de su nombre como un escritor augusto y exitoso.

El joven Mario Vargas Llosa, quien ya había entrado en ese Olimpo literario latinoamericano y ese año de 1966 recogía los frutos del éxito de su segunda novela, La casa verde, escribió en un artículo de la revista Amaru en 1967 que Cien años de soledad era una “novela excepcional”. Vargas Llosa pronto pasaría a ser uno de los mejores amigos de Gabo y luego su enemigo más famoso.

El libro lo publicó Sudamericana en Argentina en junio de 1967. Tuvo un triunfo descomunal en ventas, la crítica lo alabó con entusiasmo febril y desde ese momento García Márquez se volvió un autor inmortal.

Que hoy, casi 60 años después, esa historia sea adaptada a una muy esperada serie de dos partes y 16 capítulos en una producción internacional que —según críticos— es imponente a nivel técnico, solo demuestra cuán excepcional fue la novela Cien años de soledad incluso bajo los términos de su autor. Escribirla, después de todo, no fue un suicidio —aunque gastó todo su dinero y se hundió en deudas en el proceso— sino lo opuesto: fue el ascenso a la cumbre del escritor más importante de Colombia, acaso de Latinoamérica.

Fue el nacimiento de una leyenda.

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