Para José López, la vida cambió en 2012. Pero su lucha empezó mucho antes. “Yo nunca supe que era indocumentado hasta que estaba en preparatoria y quise comenzar a tramitar mi licencia de manejo. Me pidieron mi Seguro Social”, recuerda José, en entrevista con CNN. Su historia refleja la de cientos de miles de jóvenes en Estados Unidos: crecer como cualquier otro estudiante, soñar con un futuro profesional, hasta que la realidad migratoria se impone.
José, originario de México, llegó a Estados Unidos siendo niño. Vivió su adolescencia en el sur de Los Ángeles, cursó estudios en escuelas especializadas en medicina, y soñó con ser doctor. “Toda mi vida dije, voy a estudiar medicina”. Sin embargo, la dura conversación que tuvo con sus padres sobre cómo no tener un estatus legal le iba a dificultar las cosas, lo desalentó. “Dije, me voy a endeudar con miles de dólares y después no voy a poder trabajar legalmente. Y me rompió el corazón”, cuenta.
En 2012, José se unió a otros jóvenes en una situación similar y crearon la organización Dream Team Los Ángeles, donde se asesoraron con abogados para presionar por una solución. Aquella lucha colectiva ayudó a gestar DACA, el programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia creado ese mismo año por el Gobierno del entonces presidente Barack Obama, que protege de la deportación a miles de jóvenes inmigrantes que llegaron o se quedaron en Estados Unidos de manera ilegal antes de cumplir los 16 años.
Para José, fue un alivio porque, dice, pensaron que sus problemas como no poder trabajar ni ir a la escuela o manejar terminarían. “Pensábamos que era un programa de 2 años y que en 2 años todos íbamos a vivir la vida de residentes o ciudadanos, no sé qué andábamos pensando. Sí ayudó, me ayudó a mí, ayudó a muchas personas. Pero fue solo una curita en una herida tan grande que es el sistema migratorio”, dice.
Según la organización Center for American Progress, en promedio los beneficiarios de DACA llegaron a Estados Unidos en 1999, a la edad de 7 años, y más de una tercera parte ingresó al país norteamericano antes de cumplir los 5 años.
Sin embargo, DACA no ofrece un camino para la ciudadanía, ya que actualmente existen vías limitadas para permitir que inmigrantes no autorizados adquieran el estatus de residentes permanentes que les da la tarjeta verde o green card, en comparación con los que ingresaron legalmente, por ejemplo, con una visa temporal.
López, ahora residente, continúa luchando por quienes aún dependen del programa que lo ayudó durante siete años. Liliana, una inmigrante del Estado de México con casi 30 años en Los Ángeles, ha construido una vida profesional gracias a DACA, pero vive con la incertidumbre de un futuro sin opciones. Por ahora, como José, resiste, protesta y apoya a los cientos de miles de dreamers, como se les conoce a los beneficiarios de este programa, que son testigos de las duras políticas de inmigración del presidente Donald Trump, que ya amenazó con poner fin a este programa durante su primer mandato.
Desde que entró en vigor en 2012, unas 800.000 personas estaban protegidas por el programa, y para el año fiscal de 2024, había aproximadamente 538.000 beneficiarios activos de DACA, según el Servicio de Ciudadanía e Inmigración de EE.UU. (USCIS, por sus siglas en inglés).
Durante siete años, DACA le permitió a José estudiar, trabajar legalmente y conducir sin miedo. Pero la constante renovación cada 18 meses, los costos y la amenaza de cancelación del programa hicieron que esa “vida normal” fuera frágil. “Te acostumbras a estar protegido, a no estar cuidándote de ICE (Servicio de Control de Inmigración y Aduanas), a tener una vida medio normal, agarré mi licencia. Terminé la escuela. Empecé en esta organización donde trabajo”, dice.
El programa creado durante la era de Obama ha enfrentado numerosos desafíos legales a lo largo de los años. Bajo la presidencia de Joe Biden, el programa se formalizó mediante el proceso federal de elaboración de normas, pero se topó con otro desafío, esta vez por parte de un grupo de estados liderados por republicanos, que argumentaron que el programa los perjudica debido al gasto público en salud y educación destinado a los beneficiarios de DACA.
En enero pasado, unos días antes de la toma de posesión de Trump, un tribunal federal de apelaciones propinó un revés legal al programa, al declararlo ilegal pero sin eliminarlo por completo, preparando el terreno para un posible enfrentamiento en la Suprema Corte.
Para José, DACA es un programa que nunca debió durar tanto sin una solución definitiva. “Esto es una curita que está lista para reventar. No puedo creer que ha estado tanto tiempo. Cuando nosotros creamos este programa de acción diferida, nunca pensamos que 13 años después todavía íbamos a estar peleando”, dice. Y agrega: “Tenemos que encontrar una manera para hacer esto oficial, para que podamos darle residencia, ciudadanías, a las personas de DACA”.
A lo largo de ese tiempo, muchos de los primeros beneficiarios —hoy en sus treintas— siguen dependiendo de un programa que se tambalea legal y políticamente. Y aunque el discurso suele enaltecer a los “dreamers”, José quiere dejar algo claro: “Realmente los dreamers, los originales dreamers, fueron nuestros padres. Ellos tuvieron un sueño en venir a Estados Unidos a cambiar nuestra vida y ahora ellos son los criminales, ellos son los que no tienen estatus. Son para las personas que vamos a seguir peleando”.
Hoy, José ya no depende de DACA. Se convirtió en residente legal en 2021 tras casarse con su esposo, ciudadano estadounidense. Sin embargo, lejos de dar vuelta a la página, sigue luchando. “Voy a seguir yendo a las protestas y voy a tratar de poner el apoyo que nuestras organizaciones tienen para seguir apoyando a la comunidad”, asegura.
López es actualmente director ejecutivo interino de Food Chain Workers Alliance —una coalición nacional de 31 organizaciones de trabajadores de muchos sectores de la cadena alimentaria, incluida la agricultura, el procesamiento, la venta y el servicio— y sigue siendo miembro activo en Dream Team LA. Colabora con abogados, ayuda a jóvenes a llenar sus solicitudes de DACA y busca conexiones para conseguir apoyo financiero para cubrir los costos del trámite. “Nunca hemos cobrado nada por la ayuda legal, nos conectamos con abogados, llenamos las aplicaciones”, dice.
Aunque su estatus legal ha cambiado, su compromiso con la comunidad inmigrante se ha intensificado. “Cuando mi esposo me ofreció que aplicáramos para mi residencia, dije si me hago ciudadano puedo votar. Así, a lo mejor hubiera sido diferente. A lo mejor Trump nunca hubiera tomado la oficina. A lo mejor no estaríamos donde estamos, con miedo en las calles, y sería muy diferente de lo que es ahorita”.
José no se imagina una vida en México. “(Gracias a DACA) pude hacer un poco de mi vida. Pude salirme de la casa de mis papás, pude comprar mi propio carro, pude empezar a disfrutar la vida, a casarme, compramos un perro”.
José salió a las calles de Los Ángeles durante las protestas que tuvieron lugar a mediados de junio contra las redadas de ICE que, bajo la agresiva política de inmigración del presidente Trump, han sacudido comunidades enteras. “Uno de mis amigos, Lelo, trabajaba recolectando blueberries y manzanas en Washington. Ahora está encerrado en un centro de detención”, cuenta.
Las redadas, denuncia José, no se centran en criminales como prometen las autoridades. “Ellos dijeron, vamos a ir por los criminales, los violadores. Andan agarrando a todas las personas de Home Depot, a los trabajadores que quieren trabajar, a los fruteros, a las personas de la comunidad yendo a las graduaciones, yendo a trabajar. ¿Cuándo va a parar?”.
Las manifestaciones en Los Ángeles, explica, no son como las muestran en la televisión. “Es una comunidad que se organiza, que reparte agua, protector solar, granolas. Todos tenemos un papel. Yo tengo la voz fuerte, me gusta gritar. Eso es lo que aporto”, dice.
La historia de José López es la de cientos de miles. Una generación que creció entre dos mundos, que contribuye a este país pero sigue sin una solución definitiva. “Todos somos comunidades y solamente queremos vivir, trabajar y estar con nuestra familia. No queremos estar separados. Y por eso seguimos”, dice José.
Liliana, inmigrante del Estado de México, también ha vivido bajo esa incertidumbre desde que llegó a Los Ángeles en 1995 cuando era niña. Gracias a DACA pudo ejercer su carrera en Ciencia Políticas y trabajar en organizaciones sin fines de lucro y en defensa de la educación, pero sabe que el programa no es eterno.
“DACA nunca ha sido un camino a la ciudadanía. No tiene un futuro, solo incertidumbre. Ha sido un ciclo sin fin, de renovar cada 2 años sin saber si será la última oportunidad”, afirma. Y aunque no sabe qué hará si el programa desaparece, ella y su familia están conscientes de que habrá que tomar decisiones: “Cuando llegue ese momento, tendremos que saber cuáles serán los pasos siguientes”.
En medio de un clima de creciente persecución debido al endurecimiento de las políticas de inmigración del Gobierno de Trump, José y Liliana no se detienen.
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