OPINIÓN | La mujer, el poema y el mito: Una conversación con la poeta Reina María Rodríguez

El primer regalo que recibí un 14 de febrero, como gesto de amor y amistad de un adolescente, fue un libro de la escritora cubana Reina María Rodríguez, “Para un cordero blanco”, premio Casa de las Américas, 1984. El poemario me condujo por una cosmología contemporánea, fuera de lo común, adonde me mudé temporalmente, hasta lograr encontrar mi propio lenguaje. Varias generaciones de escritoras hicieron su propio viaje partiendo de la poética de Reina María. Por la excelencia de su obra, Rodríguez ha recibido varios reconocimientos, entre ellos la Orden de Artes y Letras de Francia,1999; el Premio Nacional de Literatura de Cuba, 2013; el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda, 2014; la Medalla La Avellaneda en 2022. Sus últimos libros editados son: “El piano” (2016) y “Dársenas (2022).

Entrevistar a Reina María es un verdadero lujo. La autora, celosa de su intimidad, vive apartada en una misteriosa torrecilla de Coral Gables, sale poco de su casa, se reúne solo con personas cercanas, escribe en un café donde pocos pueden imaginar quién es y a qué se dedica.

Les regalo esta conversación que confronta al mito con la autora.

−¿En qué momento sentiste la necesidad de escribir poesía? ¿Cómo vive un poeta en la contemporaneidad?

Escribo desde que no sabía escribir, o mejor, por no saber escribir.

Le decía poemas en voz alta a mi papá, leídos, de un libro de poesía imaginario, pero aún no sabía leer y él los pasaba a máquina. Veraneaba en una casa en Punta Brava (Cuba) junto a una valla de gallos. Entonces tenía botas de yeso en las piernas y mi tío me contaba historias de la selva inventadas por él. Fueron los primeros cuentos que escuché, los primeros nombres de gallos, personajes salidos de su imaginación.

Aunque con los años he creado una fábula -para mí misma- de que la poesía proviene de las tiritas de tela que mi mamá prendía con alfileres sobre los cuerpos deformes de sus clientas. Creo que de esos colores y texturas, de aquella masa contrahecha que ella, la modista, intentaba ajustar, vino, en otra de sus formas, el lenguaje. Pero siempre quise ser novelista, crear historias.

Más que poemas, he leído novelas y ensayos, buscando todo lo que no podía ser: ensayista y novelista. Me gusta escribir cada día todo lo que hago y está sucediendo a mi alrededor. Mantengo esta rutina desde los trece años, cuando, después de leer novelas de Corín Tellado y aventuras de (Jules) Verne y (Emilio) Salgari, mujercitas, hombrecitos y corazón, leí “Retrato del artista adolescente” de James Joyce, y ocurrió mi gran encuentro con la literatura. Siempre quise ser bailarina de ballet, y con la columna y las piernas torcidas, no pude. Así que leer acostada sobre una tabla de madera que pretendía enderezarme, mientras permanecía inmóvil, significó iniciar una ruta por imposibilidad desde aquel barco.

−¿Cuáles son tus rituales?

Desde las 4 o las 5 am escribo lo que haré cada mañana en esas libretas de lavanderías, así las llamo. No son diarios literarios, solo escribidera, ese lugar donde vivo dos veces la realidad. Porque me gusta vivir dos veces, y esa es la gran posibilidad de la escritura: vivir antes y vivir después.

−Tu obra poética posee una plasticidad y una narrativa totalmente cinematográfica. Sin embargo, tu visión literaria se establece, esencialmente, desde los márgenes de la poesía. ¿Alguna vez intentaste escribir narrativa o argumentos para cine?-

El cine es una pasión que extraño mucho, porque apenas veo películas en la pantalla grande. Antes, prácticamente vivía en la Cinemateca de La Habana, y luego he tenido discos duros llenos de películas de directores que me acompañan. Cuando todo se pone oscuro, que es casi siempre, recurro a esos discos como si fueran un corazón; pero sería una pésima guionista.

He intentado dos novelas, una publicada y otra inédita, pero la idea de que solo con lenguajes puede hacerse una novela es errada. Necesitaría una armazón, una estructura mental que no tengo para salir del yo, ver hacia afuera y contar. En los poemas aparecen trozos de historias, que es hasta donde llego al contarlas. Escribí algunos libros en prosa como “Travelling”, “Otras cartas a Milena”, “Te daré de comer como a los pájaros” y “La caja de Bagdad” con “Variedades de Galiano” y “Otras mitologías”, pero son fragmentos, formas breves que carecen de un centro. Ahora escribo unas memorias no consecutivas, que tampoco pretendo sean estrictamente fieles a la realidad, aunque tampoco son sueños. Llevo otros dos libros con notas sobre mis lecturas, ese mal de profesora que tengo, no sé por qué, de querer enseñar.

−Hay toda una generación de autores salidos de la Azotea de Reina, ese espacio donde solías reunirte a conversar, leer y recomendar libros a los jóvenes escritores. ¿Tu relación con el mundo pasa por el aprendizaje?

Quise ser maestra como otra forma de aprendizaje: el bumerán para obtener una fijeza. Hice listas de libros para otros, no por arrogancia de conocimiento, sino para buscar complicidad: un coro. La azotea fue un lugar para criar amigos que tuvieran los mismos deseos de conversaciones, lecturas, películas, chismes, aunque todos éramos, por suerte, muy diferentes. Se dio en un momento de extrema necesidad y abundancia, de pretensiones sobre lo que seríamos. Aquello es irrepetible.

−¿Quiénes han sido tus maestros?

He tenido muchos maestros. Aunque he sido una pésima discípula. Cuando un autor me interesa, busco todo sobre él, hasta convertirlo en un amigo más a través de las distancias, del espacio y del tiempo. Entre esos muchos nombraré mi fidelidad por cuatro: Virginia Wolf, Roland Barthes, Thomas Bernhard y Marina Tsvietáieva.

−Eres una de las autoras literarias más premiadas y respetadas de nuestra lengua. Tus poemas se recitan de memoria, forman parte del asidero literario y el imaginario sentimental de varias generaciones. ¿Qué es para ti ser un mito?

¡Me siento cada vez más incompleta e imperfecta! El mito no sostiene mi miedo al cómo será. ¡El cómo hacerlo mejor y sentirse satisfecho! Nunca estoy satisfecha, y ese mito tiene que ver más con una época donde nos creíamos algo, que en lo que en realidad somos. Tiene que ver con una forma de resistencia, un propósito a contrapelo, de lo que después lograríamos o no ser. Pero colocarse en el mito, o creérselo, es ingenuo: cada día, levantarse de la nada y armar el muñeco para quemarlo luego contra las palabras, es solo una necesidad imperiosa para sobrevivir.

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